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Antes del génesis...

Antes de reemplazar a Peter Gabriel como vocalista en Genesis y triunfar luego de manera contundente como solista, Phil Collins había estado coqueteando con el estrellato desde muy joven. Formó parte del elenco de Oliver!, el musical de Carol Reed que ganó el Oscar a la mejor película en 1969, y también estuvo en el rodaje de A Hard Day’s Night pero quedó afuera del corte final, entre otras curiosidades de su carrera. Pero la anécdota más fascinante y desconocida de su vida antes de Genesis es la de su única sesión de grabación para el triple All Things Must Pass, el primer álbum solista de George Harrison, producido por Phil Spector, y del que participaría también Ringo Starr. Su sorprendente autobiografía Aún no estoy muerto (2016) incluye un capítulo dedicado a contar con lujo de detalles ese episodio inolvidable –al menos para él– de sus inicios como baterista. Antes de sus shows en Córdoba y Buenos Aires, Radar comparte aquellos recuerdos de Phil Collins, que forman parte de un libro aún inédito en Argentina.

Por Phil Collins

Cuando llega la oportunidad, estoy saliendo de la bañera de la casa donde me crié. Es un jueves tranquilo por la tarde, vivo solo casi todo el tiempo en el desértico hogar familiar de los Collins y mi mayor ilusión ahora mismo es ver Top of the Pops en la tele y cenar una tostada con judías pintas. Tal vez vea la tele y me coma la tostada en calzoncillos. Porque puedo. Estamos en mayo de 1970, tengo diecinueve años y los alocados años sesenta han llegado a su fin. Bienvenidos, neblinosos años setenta.

A pesar de todo, sigo siendo una estrella menor en la órbita de Ken Howard y Alan Blaikley. Son amigos de un tipo que se llama Martin, otro conocido de La Chasse, que da la casualidad de que es el chófer de Ringo Starr. Una noche, en el club, Martin le pregunta a Blaikley si conoce a algún buen percusionista.

–Claro –dice Blaikley–. Ya te encontraré a alguien.

Cuando Blaikley me llama, aún estoy empapado del baño.

–¿Qué vas a hacer esta noche?

–Bueno, van a dar Top of the Pops... –respondo, sin mostrar mis cartas. Ahora mismo, cuando veo en la tele a los grupos que promocionan sus singles en los programas semanales de grandes éxitos es lo más cerca que estoy de una actuación en vivo.

–Olvidate de eso. ¿Querés ir a una sesión en Abbey Road?

No ofrece información acerca del artista que organiza la sesión, pero es oír la mención de Abbey Road y de repente ya no me muestro tan indiferente. “Qué más da quién sea. Así puedo ver dónde grababan los Beatles.” McCartney ha anunciado hace solo unas semanas que va a dejar el grupo y acaba de aparecer su primer disco en solitario, McCartney. La gente no habla más que del final de los Fabulosos Cuatro. Let It Be, el canto del cisne de los Beatles, acaba de llegar a las disquerías y ya se ha formado una ardiente discusión en la prensa musical acerca del primer disco en solitario posterior a los Beatles.

Pero, con mi mente funcionando con rapidez mientras empapo la toalla, ni siquiera pienso en ello. Durante otro parón de esta carrera musical mía que se niega a abandonar el estado embrionario, tengo la oportunidad de demostrar mis dotes de baterista a un artista con suficiente talento como para grabar en Abbey Road. Soy un baterista sin trabajo, y esto es un trabajo.

–¿A qué hora querés que llegue?

Me visto para la ocasión, es decir, me pongo una camiseta y unos vaqueros. Soy un greñudo joven de diecinueve años y este es mi estilo. Pido un taxi, me subo de un salto y me muero del gusto al tener la ocasión de pronunciar esa frase inmortal: “A Abbey Road, por favor”.

Cuando llego, Martin, el chófer, está de pie en la escalera del estudio, en St John’s Wood, al noroeste de Londres.

–Entrá, entrá, te estábamos esperando.

“¿De verdad? ¿A mí? –me pregunto–. ¿Y a quiénes se refiere?”. Me acompaña al interior y hablamos de cosas sin importancia.

–Llevan aquí cuatro semanas –dice–. Han gastado mil libras. Y no han grabado nada.

Voy pensando: “Caramba, esto tiene que ir en serio”.

Entro en el Estudio Dos de Abbey Road y me encuentro con una escena que ya es famosa. El reparto de esta misteriosa actuación está en plena sesión fotográfica, lo que significa que todos están presentes: George Harrison y su pelo largo (ahora me hace sentir bien mi peinado); Ringo Starr; Phil Spector, productor; Mal Evans, legendario director de giras; un par de miembros de Badfinger; Klaus Voormann, un artista gráfico convertido en bajista; Billy Preston, un virtuoso del órgano Hammond; Peter Drake, un as de la pedal steel guitar, y Ken Scott y Phil McDonald, los ingenieros de sonido de los Beatles.

Más adelante voy a rememorar al personal de estas sesiones y voy a reparar en que Ginger Baker no se encuentra en esos momentos. También voy a descubrir que Eric Clapton probablemente se marchó cuando yo llegaba.

Al fin caigo en la cuenta: George está haciendo ese primer disco en solitario posterior a los Beatles, y yo de repente voy a estar en el ajo. Bueno, cerca.

Todo el mundo deja de hablar cuando entro. Soy el receptor de una mirada de perplejidad colectiva. “Y este niño ¿quién es?”.

Martin, el chofer, interviene:

–Ha llegado el percusionista.

En realidad, no sé cuál es mi papel en esta función, pero me gusta cómo suena “percusionista”, aunque en realidad yo no me considero exactamente eso. En cualquier caso, no hay tiempo para nimiedades porque ahora me está hablando el mismísimo George:

–Lo siento, amigo –arrastra las palabras en ese familiar acento escocés–, no llevas aquí el tiempo suficiente para salir en la foto.

Me río nervioso, un poco cohibido.

¿Me tiemblan las piernas debajo de los pantalones de campana? Digamos que confío en mí mismo, pero sin pasarme. Sé que tengo trabajo por delante: en primer lugar, impresionar a estos tipos y, en segundo, tocar bien la percusión, lo cual no tiene nada que ver con tocar bien la batería. La percusión puede ser un montón de cosas diferentes, ya que abarca congas, bongos, panderetas, entre otros. No se trata solo de golpear algo diferente; cada uno tiene su propio arte. Ya soy consciente de ello, pero pronto voy a descubrir los matices.

El ambiente es… relajado. No hay cerebritos de EMI con todos sus diplomas a cuestas y sus batas blancas de laboratorio, pero tampoco parece que se esté fumando nada. Más tarde leo que George había montado una zona de incienso, pero no huelo nada raro.

Una vez completada la sesión fotográfica, todo el mundo vuelve a sus puestos. Me llevan arriba, a la sala de control, la misma en la que George Martin se sentó durante esa transmisión de Our World en 1967 que marcó época, cuando los Beatles tocaron All You Need Is Love ante cuatrocientos millones de espectadores. Sentado en la silla del productor se encuentra Phil Spector. Me presentan y él, aunque habla poco, es amable. No se quita las gafas de sol. Por lo menos no lleva pistola. O yo no la veo.

Vuelvo abajo y Mal Evans, con esas gafas enormes y su peinado de flequillo de la primera época (incluso los mánagers de ruta de los Beatles eran ídolos), me muestra mi lugar.

–Acá tenés las congas, pibe, al lado de la batería de Ringo.

Me quedo mirando la batería. Quiero palpar esa batería. Sentirla. Si pudiera posar las mejillas contra la piel de esos tambores sin que nadie lo notara, lo haría. ¿Cómo sitúa Ringo los micrófonos en la batería? Ooh, una toalla sobre la caja, qué interesante.

En mi opinión, Ringo es un excelente batería. Por esta época había recibido muchas críticas. Pero yo siempre pensé, y lo sigo pensando, que tenía un toque mágico. No se trataba de suerte. Tenía una intuición increíble. Y él lo sabe. Años más tarde, cuando nos presentan formalmente, le digo que soy seguidor suyo. Por aquel entonces, sin embargo, Buddy Rich hablaba mal de él e incluso Lennon le restaba méritos.

Genial, ¿verdad? Que todo el mundo oiga que ni siquiera eres el mejor batería de los Beatles. Recuerdo leer una entrevista en Modern Drummer (solía comprarla religiosamente) en la que Ringo decía que la gente hablaba de “esos pequeños y curiosos rellenos de batería de Ringo”. Le molestaba, y con razón. “No son ni pequeños ni curiosos. Son muy serios”, decía. Escucha A Day in the Life y verás que es realmente fantástico, complicado, inusual, poco ortodoxo. No es ni de lejos tan sencillo como él lo hace parecer. Dicho de otro modo, tengo la gorra de fan de Ringo y me la pongo con alegría siempre que sea necesario.

En cualquier caso, Abbey Road, jueves por la noche a finales de la primavera o comienzos del verano de 1970. Tengo las congas delante, a Ringo a la derecha y a Billy Preston a la izquierda. Y en algún lugar por ahí están George y Klaus. Vamos a grabar una canción titulada “Art of Dying”.

“Bueno, ¿primero le tocamos la canción a Phil?”. Nadie lo sugiere. Ni George ni Ringo ni Spector. Otra cosa que nadie dice: “Esta es la partitura, Phil. Va así y vos entras acá”. George ni se acerca. No me da nada. Está ahí, a lo suyo, aclarándose las ideas o lo que sea.

En vez de eso, todo lo que oigo es:

–¡Uno, dos, tres, cuatro!

Tras una primera toma, vacilante, cometo un error. Por desgracia, no va a ser el último. Ya no acostumbro a fumar cigarrillos, pero estoy tan nervioso y tengo tantas ganas de encajar que le digo a Billy Preston:

–¿Me pasás un cigarrillo?

–Claro, pibe.

Pronto estoy fumando uno tras otro. Pido un par a Billy y un par a Ringo. No me siento demasiado bien, y no solo porque pronto me voy a acabar casi un paquete entero. Me da la sensación de que estoy molestando a todo el mundo. Años más tarde iba a entregar un gong a Ringo durante la ceremonia de los Mojo Awards y tenía un paquete de Marlboro preparado para él. Por desgracia, me puse enfermo y no pude acudir. Es decir, todavía le debo a Ringo esos cigarrillos.

Billy no tarda en gritarme:

–¡Mierda, comprate un paquete!

Bueno, eso es lo que dice su mirada. Es el único momento de verdad incómodo durante toda la sesión. Por lo menos, eso creí yo.

La tarde avanza. Tocamos una tras otra y yo doy una calada tras otra (y mangueo uno tras otro). Tengo puestos los auriculares y oigo las instrucciones de Spector:

–Bien, ahora solo las guitarras, el bajo y la batería... Ahora solo el bajo, los teclados y la batería...

Supongo que así es como ha hecho esos discos maravillosos. Y cada vez que dice “batería”, yo toco. Prefiero pecar de cauteloso que arriesgarme a que Spector, cuyo mal genio es famoso (por no mencionar su afición al gatillo), me grite: “¿Por qué no estás tocando?”. Así que toco, y sigo tocando. Como no soy percusionista, y porque me muero de ansiedad, es probable que me pase. O sea, lo estoy dando todo. Al cabo de una hora, cómo tengo las manos: rojas y llenas de ampollas. Mucho más tarde voy a volver a vivir sesiones como esta, con Ray Cooper, el percusionista preferido de Elton John, un músico maravilloso capaz de dejarse la piel, y luego dejarse un poco de hueso. Había sangre por las paredes. No me extraña que a Elton le gustara tanto.

Tras una docena de tomas, aún no me han pedido que toque nada en concreto. He tocado lo que a mí me parecía adecuado. Sigo tocando, tocando y tocando. Durante todo este tiempo no he recibido ninguna opinión de Spector, lo cual resulta un poco desconcertante. Pero yo solo estoy intentando encajar, quedar bien, no perder los nervios ni el compás.

En cierto momento se acerca Martin, el chofer.

–¿Todo bien, Phil?

–Sí, sí, genial… ¿Tenés un cigarrillo?

Al fin, tras repetir no sé cuántas veces “Art of Dying”, oigo las palabras fatídicas de Spector:

–Muy bien, muchachos. Congas, ¿podés tocar esta vez?

Ni siquiera tengo nombre. Y lo peor de todo: ni siquiera me ha oído. Ni una vez.

Estoy ahí, de pie, mirándome las manos ensangrentadas, tal vez un poco mareado tras todos esos cigarrillos, y pienso: “Spector, cabronazo. Tengo las manos destrozadas y ni siquiera me has estado prestando atención”.

Billy y Ringo, situados a cada lado de mí, se ríen. Noto que se apiadan de mí. Saben que me he esforzado y seguro que comprenden lo nervioso que está este adolescente. Lo nervioso que ha estado toda la tarde. Entregarse con todo el entusiasmo para que todo lo echen por tierra de un modo tan cruel...

Pero, por lo menos, así se rompe el hielo y tocamos unas cuantas veces más. Y luego todo el mundo desaparece. Así, sin más. Salgo a llamar a Lavinia desde la cabina telefónica del vestíbulo.

–¡No te vas a creer dónde estoy! ¡En Abbey Road! ¡Con los Beatles! –Lo que de verdad estoy diciendo es: “No me puedo creer la suerte que tengo. Te vas a poner juguetona conmigo después de esto”. ¿Ampollas en las manos? ¿Qué ampollas?

Vuelvo y me encuentro el estudio vacío. Parecía el Mary Celeste, ese bergantín hallado en el océano a toda vela y sin tripulación. George, Ringo, Billy, Klaus, Mal... Todos se han ido. Es evidente que hay una fiesta en algún lugar, y es más evidente aún que a mí no me han invitado. En ese momento aparece Martin.

–Oh, creo que esto es todo por esta noche. Creo que van a ir a ver el fútbol –dice, dando a entender que no han resistido la tAtino a soltar un lastimero:–No he podido despedirme de nadie… No he tenido la ocasión de decir: “Gracias, Ringo. Gracias, George, este es mi teléfono. Billy, si alguna vez vuelves por acá...”. Nada de eso. Solo está Martin, el chofer, que me dice:–¿Necesitas un taxi?Ya ha oscurecido cuando salgo. Hago el largo viaje de vuelta a casa recordando cada nota de la sesión con total claridad. Aún me duelen y me sangran las manos, pero soy un aspirante a músico de diecinueve años y acabo de grabar en Abbey Road. Con los Beatles. Bueno, con la mitad. Pero sigue siendo increíble.Unas semanas más tarde, recibo el cheque por correo. Es de EMI, son quince libras y es por servicios prestados a George Harrison durante la elaboración del álbum All Things Must Pass. Me habría quedado el cheque de recuerdo si no hubiera necesitado tanto el dinero.El siguiente paso es reservar el disco. Voy a la tienda de música del barrio, en Hounslow, que se llama Memry Discs.entación de ver un partido de Inglaterra en la tele.

–Quiero pedir el álbum de George Harrison, All Things Must Pass. Salgo yo, ¿sabías? –No digo eso. Bueno, creo que no lo digo. Pero tampoco me extrañaría demasiado.

Después de una espera interminable, a finales de noviembre suena el teléfono.

–Hola, señor Collins. Llamamos de Memry Discs. Nos ha llegado su disco.

Sí, es mi disco. Y ya está en las tiendas, por fin.

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